Desde que empecé a estudiar periodismo en mi Barcelona natal supe que iba a incorporar la experiencia internacional en mi carrera académica. En cuanto me vi preparada, apliqué para una beca Erasmus. No fue fácil. Corría el año 2010, y la crisis nos atenazaba. Los estudiantes empezábamos a entender que íbamos a tener más oportunidades fuera que dentro de nuestro país, y la beca tuvo una gran demanda.
Nunca fui una estudiante brillante, así que mi expediente académico no era el mejor. Me quedé fuera de la primera convocatoria, en la que había pedido Praga. Escogí esa ciudad porque me parece bellísima, pero además porque está en el corazón de Europa y mi objetivo en ese año Erasmus era viajar lo máximo que pudiese por el centro del viejo continente.
En segunda convocatoria tenía a mi disposición Portugal e Italia. Finalmente, y por una pura cuestión geográfica, decidí irme a Udine, una pequeña ciudad en el noreste de Italia, conectada al centro y al este de Europa.
Mi experiencia Erasmus fue muy positiva: conocí a personas de diferentes partes del mundo, viajé y aprendí un idioma nuevo, del que me enamoré. Todo ello mientras descubría una parte de Italia que no tiene nada que ver con los tópicos del país que tenemos en la cabeza. Curiosamente, mi segunda opción de Erasmus me pareció más provechosa que la primera, porque además de mantener el inglés con muchos extranjeros acabé incorporando el italiano.
Volví a Barcelona sabiendo que sería transitorio. Tenía ganas de salir otra vez, de conocer a gente nueva y de vivir más experiencias. 11 meses en Italia se me habían quedado cortos. Pero la crisis seguía galopando con fuerza y atizando todo, y aun acabando la carrera, la opción de irme por una oportunidad laboral se veía irreal y lejana. Apliqué para un voluntariado europeo en Cracovia, pero me rechazaron.
Lo asumí con deportividad, y pensé que podría vivir una experiencia similar sin salir de mi país. Busqué masters en Madrid y encontré uno que encajaba con la forma en que quería enfocar mi carrera. Así que en 2013, después de un par de años de volver de Italia, volví a hacer las maletas.
En Madrid me encontré una situación parecida a un Erasmus, porque en mi master había gente de 4 continentes, y mi grupo de amigos de Madrid es variopinto en orígenes y colores. Aunque no aprendí un nuevo idioma, repliqué las situaciones del Erasmus que me habían ayudado a crecer, pero esta vez con un enfoque más realista; no estábamos ahí de paso. Teníamos que buscar trabajo y establecernos.
Y así es como acabé trabajando en el departamento de comunicación de una fundación de cooperación sanitaria africana. Cuando empecé como becaria, con 24 años, sabía poco de África. Pero empecé a conocer el continente a través de mi trabajo, de lecturas en casa y de charlas con las compañeras sobre sus años viviendo en África. Sobre todo aprendí a deconstruir mi relación con ese continente, en la forma que tenemos de verlo, en la información que consumimos de él, incluso en el lenguaje que usamos hacía él (África no es un país. Son 54).
Y con 25 años llegó una de mis mayores oportunidades. Me mandaron a Kenia unas semanas con una compañera y un periodista de El País. En ese viaje conocí a mujeres y hombres que me inspiraron, vi animales salvajes, tuve un miedo real y fundado a que acabaría raptada, unos insectos que aún no sé identificar devoraron mi brazo izquierdo, renové el respeto por el trabajo que hacía, trabajé mucho, comí poco y dormí menos. Volví agotada, pero sintiéndome mejor.
Después de ese viaje llegaron 3 más a diferentes países de África subsahariana. Con sus preparativos y sus evaluaciones posteriores. Con sus aventuras y sus choques culturales. No paraba de asombrarme. Cada vez que volvía de un viaje me sentía más completa y a la vez más insignificante.
Además, en mí día a día, trabajaba con un equipo internacional compuesto principalmente por profesionales africanos que me permitía entender contextos muy diferentes al mío. Trabajar con ellos fue como asomarme por una ventana donde se ve el mundo, los diferentes e inacabables mundos que formamos los seres humanos.
Las experiencias internacionales pueden tomar muchas formas. En mi caso, más allá de mi Erasmus, no he vivido una experiencia en el extranjero ad hoc, pero sí he pasado largas temporadas en otra ciudad, experimentando algunas de las emociones que Celia Arroyo describe en su post sobre duelo migratorio, y he tenido que trabajar con culturas muy diferentes.
Esta nueva etapa en Volvemos va a completar mi experiencia internacional desde nuevas perspectivas y puntos de vista. Llevo años mirando por la ventana para ver otros mundos, y ahora puedo apoyar a las personas que han abierto la puerta y han salido a zambullirse en esos mundos que yo he mirado por la ventana. A ellos me une la curiosidad que teníamos de niños, mientras descubríamos nuestro mundo. Una curiosidad que hemos sabido mantener de adultos, en versión revisada y aumentada.