Año cero. La memoria es una trampa de la ficción que nos induce a creer que lo rememorado es verdad. Yo prometo ser fiel a mis recuerdos, pero no puedo garantizar que mis recuerdos sean igual de leales a los hechos, briznas cubiertas por los sedimentos que han ido depositando estos casi trece años viviendo fuera de casa, desde donde escribo. Tras esta aclaración, vuelvo a empezar:
Año cero. Era agosto y me recibía una bocanada de aire abrasador tras atravesar las puertas del aeropuerto de Austin, Texas. La primera sensación fue placentera: ese sofoco seco, treinta grados a la una de la madrugada, me devolvía ecos del Sur ibérico de mis orígenes, vientos de sudores templados y premonición de un sol de justicia la mañana siguiente. Nada hacía presagiar que las cosas irían mal. Los elementos se habían ordenado de tal manera que desembocaban en mi buena suerte: la beca era humilde pero, acostumbrada a la frugalidad, podría subsistir con moderada autonomía, ayudada por el pequeño empujón de mi madre, pero leve, me había advertido: mi hermana acababa de comenzar la carrera y yo debía buscarme las habichuelas sola: “para dos hijas estudiando no doy”. De acuerdo. El viaje planteaba así un matiz de supervivencia en mitad de aquella época que en España todavía denominaban “recesión” y yo, austera por excelencia, sabría apañármelas con muy poco. Por delante me esperaban las horas de docencia a las que obligaba la beca, un máster pagado en su completitud por aquella universidad norteamericana, y la conciencia de haberme zambullido en la edad adulta sorteando multitud de obstáculos y orgullosa de haberlo logrado. Atrás reposaban una doble licenciatura que no me abrió oportunidades laborales –periodismo–, la codicia de los medios que sólo ofrecían contratos de prácticas, y un caudal de amigos a los que les era imposible independizarse. Después de todo, parecía que iba salvándome.
La vida como gimkana –un concepto aprendido a edad temprana, después haber sido testigo de cómo ella, mamá, contaba los céntimos, recomponía nuestras rutinas siendo la única cabeza de familia– era lo normal; burbuja, ¿qué burbuja?: a nosotras no nos había caído ni una migaja de la tan sonada bonanza económica, por lo que, cuando se hizo normativa la palabra “crisis” no sólo me sirvió para ponerle nombre a un período concreto de la historia, sino a toda una biografía que, sin embargo, sacaba la cabeza a flote reiteradamente y vencía (se trataba de pelear, ¿contra quién?), y ganaba (¿el qué?), al menos independencia, calderilla de una libertad recién rozada con los dedos.
Mi estudio tenía unos treinta metros cuadrados y devoraba la mitad del estipendio mensual, pagaba internet a medias con el casero y me alimentaba de la fruta más barata y legumbres enlatadas, unos gastos que me permitían algunos dólares sobrantes para tomarme una cerveza de vez en cuando y celebrar, eufórica, que el agua no me llegaba al cuello aunque, para evitarlo, tuviese que caminar de puntillas, como quien no quiere despertar a los vecinos durmientes. La razón por la cual fue Austin y no otra la ciudad de acogida guarda raíces en una experiencia anterior como estudiante de intercambio en Sao Paulo: un conocido profesor brasileño había conseguido plaza en aquellos lares texanos y, gracias a sus consejos, yo fui capaz de enviar mi solicitud con éxito y encontrármelo luego allí, dándome la bienvenida: qué alegría, al menos, ver una cara conocida. Este amable señor sexagenario insistía en mostrarme las glorias de un sueño americano, el suyo, del que me creía partícipe, mientras yo, sin querer decepcionarlo, sonreía contradiciendo entre murmullos sus alabanzas hueras:
- “¡Mira qué casas! ¡enormes! ¡Me compraré una y tú estarás invitada!” (Pero si son una mole de madera destartalada, lejos de todo, ¡y yo ni siquiera sé conducir! Por aquí no pasa el autobús…)
- Hoy cenamos carne a la barbacoa, ¡qué maravilla! Grasienta, jugosa. Pruébala.
- (Lo hago, pero me da muchísimo asco. Sabe a azúcar. ¿Y por qué aquí no usan cubiertos? Odio mancharme las manos).
- Deberías echar un ojo a los chicos de la facultad de ingeniería… Muchos acaban trabajando en la industria del petróleo, ya sabes, ¡luego ganan una pasta! Imagínate casarte con uno de ellos.
- (Lo que me faltaba, prostituirme. Si, además, yo me enamoro siempre de poetas, de músicos… Qué coñazo aguantar a un pijo toda la vida. Si, además, yo me voy a largar en cuanto termine el máster).
Y así fueron pasando los días, las semanas, oscilando entre una repulsa a buena parte de lo que me rodeaba, la quemazón de un estómago a todas horas a punto de retorcerse y expulsar las lentejas de lata contra las ruedas del SUV más descomunal del barrio, y la creencia de que mi trayectoria había alcanzado cotas insólitas de triunfo porque, a los 23 años, no tenía que compartir piso, era muy buena profesora y, por si fuera poco, las asignaturas del máster me fascinaban, aunque la acumulación de trabajo apenas me dejase tiempo para relacionarme con nadie. Atravesada de una ingenuidad punzante, consideraba que mi fuerza de voluntad e inteligencia eran las únicas causas de lo que juzgué como un ascenso en la escala social sin darme cuenta de que vivía por debajo del umbral de la pobreza, y creía que podría seguir respirando sin apoyo hasta el fin de los tiempos porque, al fin y al cabo, en eso consistía existir. Desde mi juventud agotada de caminar por el arcén ardiente de una urbe enteramente asfaltada y sin sombra, pronto anémica y encafetadamente nerviosa, no abrazaba el sueño americano –detestaba aquel país– pero sí el mío propio, darwinista y errado.
"No fue hasta que hubo transcurrido al menos un año y medio, cuando España hervía en manifestaciones y las noticias que recibía de allí eran cada vez más aterradoras, que fui consciente de mi propia circunstancia migratoria y empecé a imaginarme como una suerte de superviviente del Titanic: por una parte, no me hundía con aquel barco, cada vez más lejano; por otra, ¿querría permanecer siempre a la deriva en un bote salvavidas? ¿Y si el hundimiento fuese más apacible? ¿No estaba todo el mundo luchando en la calle, gritando colectivamente, mientras yo me quedaba al margen? ¿Y qué tal simplemente pertenecer a la orquesta que tocó hasta el final?"
El bote, sin iceberg debajo, era demasiado pequeño, contenía a casi nadie, y a mí me estaba pinchando insistentemente una nostalgia de aquel crucero desvencijado que, pese a la temeridad del capitán, era mi hogar. “No te vuelvas, es un suicidio económico” –me dijeron. Y no volví, no tanto por aferrarme a aquellos dólares, su pitanza, techo y libros, sino debido a quien, desde otra embarcación más sólida, me tendió la mano: aquel muchacho, licenciado en filosofía e hijo de abnegados inmigrantes, no me abandonaría nunca para irse a currar a una plataforma petrolífera…
Azahara Palomeque (El Sur, 1986).
Escritora y periodista. Migrante de la crisis, ha retornado a casa tras casi 13 años viviendo en Estados Unidos.