Se llamaba M. y me propuso matrimonio a los tres meses de empezar a conocernos. Sin anillo ni flores, sin planear una pizca de los habituales requisitos que forman una pedida de mano a la americana; simplemente, un día me miró y dijo: I want to marry you, a lo que yo respondí, atónita: right now?
Entre ese momento y la boda transcurrieron más de dos años porque temíamos que la burocracia para la obtención de la residencia en Estados Unidos pudiera interferir en los procesos del visado de estudiante, pero la espera no nos importó; al contrario, aprovechamos esos meses para conocernos mejor, difundir las noticias entre los allegados y realizar una serie de viajes con los que quisimos hacer al otro partícipe de nuestras historias y trayectorias vitales: él vino a España un verano y se quedó prendado de mi Sur; otro verano, yo viajé junto buena parte de su familia a los rincones portugueses desde donde habían emigrado sus padres. M. me explicó cómo ambos habían abandonado sus lugares de origen huyendo de la pobreza, y su padre, además, de la guerra de Angola, a la que la dictadura de Salazar lo había destinado.
"La comprensión del desarraigo, los constantes malentendidos provocados por hablar una lengua impropia -el inglés-, la nostalgia, pero también el orgullo por haber podido sobrevivir poblaban una casa, la de mis suegros, donde me encontraba a gusto, y habían constituido la educación sentimental de aquel ser que después se convertiría en mi marido; por otra parte, yo ya sabía portugués, algo que todo el mundo agradeció a pesar de mi acento brasileño."
Sin embargo, esa intimidad cada vez más entreverada hizo a M. darse cuenta de las condiciones tan precarias en que yo vivía: la satisfacción por sobrevivir no lograba ocultar ni la comida enlatada ni los últimos fines de semana de cada mes, cuando me negaba a salir por no poder pagarme la bebida, así que, ni corto ni perezoso, me sugirió que mandase una solicitud de postgrado a una Ivy League. ¿Ivy qué? -pregunté extrañada. Ya sabes, esas universidades de élite, donde van todos los políticos, las de las películas. ¿Como Harvard? ¿Pero no son exclusivas para ricos? Entonces me explicó que, precisamente porque la mayoría de los alumnos procedían de familias acaudaladas, el presupuesto para becas era mucho mayor que en las públicas. “Podrás mantenerte sin penalidades; yo te enseño cómo preparar los papeles”. En el otoño de 2011 nos mudamos a un apartamento propiedad de la universidad de Princeton, en la que me disponía a realizar el doctorado.
"Como ahora, que acabamos de instalarnos en España, en esa ocasión él también lo dejó todo por mí. Poco sospechábamos entonces que aquel cambio de rumbo supondría el principio de años terriblemente amargos que nos enfundaron en una soledad y una desazón extremas para las que sólo encontramos cierto consuelo en la compañía y el apoyo mutuo."
Princeton implicó el inicio de mi independencia económica total y también de una infelicidad extrema. El clima de competitividad en las aulas me generaba una ansiedad insoportable; la presión por producir –papers, artículos– me mantenía sentada frente al escritorio unas doce horas al día, la mayoría de las veces también los fines de semana; los mensajes que me llegaban de España eran como clavos que me apuntalaban al mapa de Estados Unidos, el mismo que repudiaba con todas mis fuerzas al considerarlo un destierro. Entre Escila y Caribdis, si miraba a un lado del Atlántico contemplaba la nieve del noreste, el silencio sepulcral de una biblioteca que alojaba a futuros premios Nobel sin una pizca de la vitalidad o la empatía que habría querido respirar en aquellos momentos de mis veinticinco años, los pináculos del privilegio ejerciendo su habitual violencia simbólica entre quienes nunca han pertenecido a esos ambientes; si dirigía la vista al otro lado del mismo océano, un 50% de paro juvenil, cientos de desahucios, unas políticas austericidas destrozando la poca clase media que quedaba me recordaba mi cuenta corriente, aquélla que por primera vez llegaba a fin de mes con dólares sobrantes. Si me detenía en los ojos de M., a veces desde los míos humedecidos, musitaba: yo me puedo condenar a la pobreza si regreso, pero ¿sería justo hacerlo con él? Y, ¿podríamos aguantar una ruptura, con tanto amor perforándonos, llenándonos tanto cariño, sólo porque no soporto este sitio? Continué cumpliendo mis doce horas reglamentarias de trabajo mientras, cada vez que nos sorprendía una tormenta de nieve, las lluvias interrumpían un sol que jamás brillaba –“sol sucio”, comencé a llamarlo– o la temperatura bajaba de cero miraba el parte meteorológico de casa: cielo íntegramente azul, cálido; indudablemente, yo debería estar allí.
He contado muchas de mis experiencias en el exilio (pues así lo sentía) en las páginas de Año 9: crónicas catastróficas en la Era Trump, pero vale la pena resumir algunos trazos aquí.
"A la constatación de mi malestar individual se fue sumando un conocimiento sobre el país que señalaba la desprotección social creada por la casi absoluta falta de estado del bienestar".
Para cuando hube terminado el doctorado, poco después de que el candidato republicano que vociferaba una “América grande de nuevo” ganase las elecciones, no sólo la violencia institucional, el desamparo de los más vulnerables y la polarización política habían aumentado sobremanera, sino que había podido comprobar en carne propia varias de esas injusticias. Mi cuerpo, cada vez más machacado, contrajo múltiples infecciones (de orina, de oído, una mastitis), algunas de cuales me dejaron secuelas durante meses. La cura de esas dolencias acarreó un gran número de facturas médicas, y la desconfianza en el sistema sanitario me hizo prescindir de atenciones para otras enfermedades que podía, simplemente, tragarme a solas, como la depresión. Mis estudios los concluí con un expediente brillante, pero sin apenas ser capaz de levantarme de la cama, así que tomé la determinación de abandonar mi carrera como investigadora y buscar empleo de cualquier otra cosa, tanto en España como en Estados Unidos. Con un currículum tan abultado –pensé–, no debería haber problemas. Cuál fue mi sorpresa al comprobar que ni en un país ni en otro mi perfil despertaba el menor interés entre posibles empleadores: en saco roto fueron cayendo cada una de las versiones modificadas estratégicamente de aquel CV durante casi un año y medio. En el camino, se me acabó la beca y me quedé en el paro, aunque con los ahorros suficientes –esa frugalidad aprendida me había resultado muy útil– como para sobrevivir un tiempo sin ayuda. Que no me mantenga nadie, repetía. Que no quiero ser una carga. Al final, acabé firmando un contrato para un puesto administrativo en otra Ivy League, el mismo que he desempeñado hasta mayo de este año.
"Entre altos y bajos, asumida una autopercepción como migrante que pasaba por resignarme a aguantar altas dosis de racismo, sin solución para mi nostalgia, y habitante de una nación donde el propio Biden ha reconocido que peligra la democracia, sobrevino la pandemia".
Si la mano de M. me agarró fuerte para no caer al pozo más profundo, la de mi amigo M.C. me arrastró directamente al psicólogo en pleno cénit de un virus aún sin vacuna: necesitas que te vea un profesional, me indicó, y yo accedí a cuestionar esa lucha mía por la supervivencia que no me había reportado más que frustraciones. La decisión de volver se fraguó en múltiples sesiones de terapia. A E., el psicólogo que me abrió los ojos, y todos los que, como M. y M.C. han sido mi sostén emocional tanto tiempo, debo lo que hoy considero la verdadera victoria: el regreso.
Azahara Palomeque (El Sur, 1986).
Escritora y periodista. Migrante de la crisis, ha retornado a casa tras casi 13 años viviendo en Estados Unidos.