Año 13. “He venido, pero no he vuelto”, afirmó Max Aub en su primera visita a España tras décadas de exilio en México. Querido Max, yo he vuelto y, al contrario que a ti, casi todo me parece maravilloso. Los paseos noctámbulos por unas calles seguras, sin rastro de tiroteos; el olor de las fruterías y el café en taza de cerámica; las palmeras ocupando el lienzo de un cielo despejado; las piedras de cada iglesia, alcazaba o castillo antiquísimos; todo me mantiene arrebatada de belleza en un constante síndrome de Stendhal que ha venido a reemplazar al duelo migratorio. Vendimos nuestra casa, el coche, la mayoría de los muebles, y doné la ropa de oficina a sabiendas de que jamás me pondría semejante uniforme puritano. Me deshice de casi todo lo material, ¡no lo quiero!, y me reuní con la gente que me importaba.
"Nadie me trata como una ciudadana de segunda categoría, no molesta mi acento al hablar ni mis rasgos físicos, veo personas felices y no aterrorizadas a mi alrededor, la vecina nos regala pastas y tarros de mermelada".
He conseguido meter cabeza en algunos medios de comunicación y, sumando varias colaboraciones al mes, creo que será viable una existencia como autónoma, sin grandes lujos pero marcada por el placer que me otorga reflexionar en casa, la de siempre, a horas intempestivas, escribir lo que pienso, veo y siento mientras recupero el dominio perdido de mi idioma, que tan cercenado estuvo, decapitado de vocabulario, los años que sólo podía hablar inglés.
M. está pasando por un proceso laborioso y lento que consiste en aprender los entresijos del español y buscar empleo, pero lo lleva bastante bien y no se arrepiente de vivir aquí conmigo. Con el deseo de mejora social hemos hecho una bola muy apretada, un hatillo, compuesto de lo único básico a lo que aspiramos: vivir dando y recibiendo afecto, en compañía de cuantas amistades hemos conservado y de las que sepamos construir. Con el deseo mutuo hemos incendiado los cuerpos que una vez se transformaron en hielo y a veces nos derretimos –una segunda luna de miel–, libres de las enfermedades de antaño. Sus padres, no obstante, no entienden que hayamos renunciado a dos trabajos estables ni el volteo de cara justo hacia al lado opuesto de ese sueño americano que a ellos nutrió y, aunque no nos lo han confirmado, yo creo que les molesta esa residencia nuestra en la Iberia que recuerdan dictatorial, paupérrima y que, aun así, echan de menos.
"También se llevan las manos a la cabeza algunos allegados míos: ¿y ahora, de qué vais a vivir? ¿Y no pensáis compraros un coche, un piso? ¿Qué futuro os espera?"
Entre las palabras que escuchamos de quienes opinan sobre nuestra historia, quizá ninguna esté tan maldita como ésa, futuro, la que más quiero desterrar de mi vida por haberme hecho tanto daño: el futuro lo conformaron el 15M, las manifestaciones y huelgas que me perdí; las tardes que no me dio el sol porque estaba encerrada en un estudio o directamente no iluminaba eran el futuro de una juventud que interrumpí con la marcha a otra parte; el futuro, ése de las grandes proyecciones laborales y una nómina envenenada, me robó asistir al funeral de mis abuelos, a quienes adoraba.
En una cura de humildad, a lo largo de los años he aprendido que pocas cosas tienen sentido si no logramos compartirlas con los seres queridos y que, en plena crisis climática y económica perpetuas, rodeados de incertidumbre respecto al tiempo por venir, poco del viejo anhelo neoliberal acuñado en ese vivir mejor que nuestros padres va a materializarse, así que he preferido atender al presente hasta ahora hueco, llenarlo de placeres minúsculos –en el paseo fluvial se ven bandadas de garzas volando al anochecer– que son enormes por comparación. E., a cuya consulta ya he dejado de asistir, me dijo que estaba sorprendido con la evolución de mis trastornos, a pesar de que todavía arrastro algunos síntomas; yo creo que, quizá porque nunca me fui del todo, he aterrizado de pie. Incluso mi carrera periodística, de la que ahora tengo que alimentarme, debe sus embrionarios pasos a ese empeño por interactuar con España: no planeé un perfil mediático como herramienta para mi subsistencia; más bien estuvo destinado a trazar un puente que me permitiese establecer el diálogo en mi lengua nativa -esos códigos culturales compartidos-. En cuanto al universo que durante más de una década fue mi hogar, deseo de corazón que mejore en lo político, que las cantidades de gentes de cuyo desamparo fui testigo toquen un día la justicia e igualdad que merecen, pero, condenada a ser juzgada como las sobras de su tejido social, material excedente que arrebataba el trabajo a los oriundos, y en constante conflicto con su cultura, no podía luchar por el bienestar de nadie con suficiente legitimidad.
"Mi sitio está aquí. Siempre lo estuvo. Si no me arrepiento de la huida primera es únicamente porque me permitió encontrar a M. –“nos chocamos”, me dice, riéndose– y, con él ahora aquí, todo será mejor, será más fácil, más amable, menos hostil y solitario."
Azahara Palomeque (El Sur, 1986).
Escritora y periodista. Migrante de la crisis, ha retornado a casa tras casi 13 años viviendo en Estados Unidos.