Mientras escribo este post hace exactamente 12 años que me marché de España por primera vez. Salía de Madrid rumbo a Londres. Tenía 24 años y había terminado mi carrera de Periodismo un poco antes. Últimamente no puedo evitar observarme a mí misma en el pasado desde el presente con ternura. Porque tenía una energía que lo desbordaba todo. Estaba llena de sueños. Creo que ese cierto grado de inconsciencia inherente a la juventud me hacía verme preparada para todo lo que viniera.
Antes de seguir voy a dejar por aquí un avance de mis conclusiones, por si se me olvidan. Por si me vengo abajo con el drama y termino dando a entender que emigrar es una losa que al principio puede estar muy bien, pero que con el tiempo pierdes el control de muchas cosas y eso puede afectar profundamente a tu salud mental. Es un poco así en mi caso, pero con muchos matices. No me arrepiento de haber tomado ese camino. En realidad ha sido lo más maravilloso, porque cuando me miro al espejo de esta pasada década veo a una mujer que ha vivido mucho.
Volvamos al 2010. Al Reino Unido no llegué del todo sola. Una amiga se empeñó en hacer el mismo camino y al llegar ambas teníamos a quien nos acogiera mientras nos buscábamos la vida para empezar. Os diré que yo no me estaba yendo exactamente por la crisis. Mis ansias por irme nacían de otras inquietudes. Principalmente de mi lado más soñador y de un impulso casi erótico por imaginarme viviendo otras vidas.
Aquí los que han tenido que pasarse la vida compaginando estudios y trabajo me captarán a la primera. Yo no pude permitirme un Erasmus y tuve que hacer todo tipo de malabares económicos para terminar la Universidad. Afortunadamente viví una especie de época dorada en lo que a becas se refiere y no solo conseguí estudiar casi toda la carrera con ayudas del Ministerio de Educación — y millones de curros precarios claro — sino que hice todo tipo de cursos de inglés tanto en España como en el extranjero. Lo famosos “cursos de inglés de Zapatero”. Sin duda me marcaron lo suficiente como para decidir que yo quería hacer una larga estancia en otro país.
Toda esa energía se transformó afortunadamente en un motor muy potente para dar pasos agigantados en el extranjero. Encontré casa y trabajo rapidísimo. Empecé en hostelería pero logré en poco tiempo meter la cabeza en un medio de comunicación local. En aquel momento aquello no me llevó mucho más lejos en mi trayectoria periodística. El salario era muy bajo y tuve que volver a trabajar de camarera. Por un lado era un subidón verme trabajando de editora de un periódico en Londres. El bajón venía obviamente cuando iba al súper y de repente las sopas de lata estaban en mi lista de la compra. Resumiendo un poco, me volví a mi anterior trabajo, donde me recibieron con los brazos abiertos y volví a pasarlo en grande. Estaba todavía en el pico de disfrute de la experiencia de vivir fuera.
Fue al cumplir más de tres años fuera que viví un punto de inflexión. No me quería volver ya a España porque tenía algunas metas pendientes, como estudiar en una Universidad británica. Pero emocionalmente necesitaba empezar a proyectar el viaje de vuelta. Me planteaba estudiar algo allí para volver a Madrid con un CV impecable, pero en realidad sabía que volver sería mucho más complicado de lo que en su día fue marcharme. Me costaba muchísimo visualizar una vida en España mientras miles y miles de españoles hacían las maletas para emigrar. Todas las historias de mi generación eran terroríficas. Los que nunca habían salido del país aguantaban el tipo en unas condiciones laborales lamentables y que, por otro lado, a mí me parecían marcianas por entonces, ya bastante integrada en el mundo laboral de Londres. Los que llegaban allí de nuevas venían con todo tipo de carreras, másteres y doctorados. Lo peor no es que no hubieran encontrado trabajo de “lo suyo”, sino que muchos no encontraban ningún tipo de empleo en España para tener una vida digna.
Entré en otra fase y empezaron a hacer mella las variables de vivir fuera. Sobre todo cuando se murió mi abuela materna en mayo del 2014. Solo logré llegar al funeral. Había pasado muchos días y noches desde el 2010 de ansiedad ante la posibilidad de que se fuera algún ser querido mientras yo estaba fuera y eso ya era una realidad. Mi padre tenía una salud muy delicada y había perdido la cuenta de las veces que había entrado y salido del hospital desde que me fui. Mi tía abuela, con la que me había criado en Madrid, estaba cerca de cumplir los 90 con cada vez más achaques. En Madrid pasaban cosas y yo me las perdía constantemente. En Londres las personas con las que estrechaba lazos iban y venían constantemente y yo me agotaba cada vez más de tener que empezar relaciones. De tener que formar nuevas familias constantemente. Decidí que me volvería en cuanto terminara el curso en el que me había matriculado de la Universidad. El plan era ahorrar todo lo posible para volverme a España con unos ahorros que me permitieran intentarlo a tope allí.
Así lo hice en el 2016. Terminé mis estudios, dejé un trabajo que me gustaba y en el que me sentía valorada (había salido de nuevo de la hostelería) para comprarme el billete de solo ida a Madrid. No puedo explicar la felicidad que sentí al aterrizar en Barajas para quedarme, como tampoco la enorme tristeza de irme de un lugar en el que a pesar de las dificultades había vivido cosas extraordinarias. Y allí estaba yo, por fin había vuelto y le podía dar un abrazo a mi padre que lo tranquilizara. Un abrazo que le diese la calma de saber que no tardaría meses en repetirse.
A día de hoy puedo decir que reiniciar mi vida en Madrid fue de lejos mucho más duro que llegar a Londres con 24 años y 2.000 euros de ahorros para tirar yo sola. A pesar de todos los escenarios que yo me había imaginado, la realidad superaba a la ficción. Primero tuve una fase de enviar CVs como churros y vivir en una especie de silencio sepulcral por parte de las empresas. Llegó un punto en el que cuando daba a enviar en cada solicitud estaba segura de que todo era una farsa, porque por más competencia que hubiera en el mercado no me entraba en la cabeza que nadie me llamara. A los tropecientos CVs empezaron a llamarme para entrevistas. En medio de todo esto, daba clases particulares de inglés para sacarme algo de dinero, publicaba algunos artículos como freelance, hacía voluntariado, cuidaba a familiares que habían enfermado y estaban en el hospital. Vigilaba mi cuenta bancaria mientras los ahorros caían en picado. Había ampliado mi radar de búsqueda a todo el país y ya me daba igual trabajar en Madrid, Barcelona, Cuenca o Badajoz, solo quería un maldito empleo digno en mi país.
Hacía un año que había vuelto y seguía dando palos de ciego. Muy a mi pesar volvía a estar sobre la mesa la idea de irme y esta vez sí era por necesidad y no por cumplir sueños. No podía pasarme la vida entrando en procesos de selección que no iban a ninguna parte. Decidí hacer un viaje largo para recargar las pilas, llevaba un año sin permitirme nada de eso. Un contacto de Londres me ofreció trabajo de freelance pero con unas condiciones más o menos fijas y que en principio me permitirían trabajar desde cualquier lugar. La verdad es que podría haberme quedado en Madrid, pero acumulaba tanta frustración por la falta de oportunidades que en un arrebato me marché a Portugal. Sentí la necesidad de dar un portazo a todo lo que me importaba en Madrid porque no me fiaba. Creo que en el fondo algo me decía “si te quedas aquí algo va a seguir yendo mal”.
Simplemente quería tomar aire y aprovechar las ventajas del trabajo en remoto para volver a tener un horizonte de sueños: vivir en una ciudad con mar y aprender un tercer idioma. Llegué a Lisboa en las navidades de 2017. Al llegar a Portugal volví a fundirme un poco con mi yo del 2010 en el Reino Unido. Estaba muy ilusionada, aunque ahora no sé decir dónde había dejado todo aquella necesidad de vivir en contacto con los míos, sobre todo con mi padre. ¿Dónde había quedado el miedo a que le pasara algo mientras yo estaba en otro país? Supongo que en el consuelo de decirme “no estoy tan lejos”. Hacer Madrid – Lisboa será como hacer un Madrid – Barcelona. Cuando me canse me vuelvo. Se acabó eso de pasarme otra vez mil años fuera.
La vida volvió a pasarme por encima, esta vez como una apisonadora. Conocí a mi pareja actual, esa es la mejor parte claro. Pero tuve que tomar decisiones bajo mucha presión porque cuando estábamos dándole forma a nuestra relación mi padre falleció. Ahora mismo llevo un buen rato parada preguntándome cómo cierro este post, porque es en esta parte de mi historia en la que siento que todo se derrumba y la experiencia de estar fuera y no tener facilitadores para volver a Madrid se vuelven una agonía que se alarga mucho en el tiempo.
En el momento en que mi padre ingresó en el hospital en coma mi trabajo flexible se volvió rígido y comenzaron una serie de exigencias incompatibles con mi situación y con vivir en general. No solo perdí a mi padre, sino que todo esto sucedió a la vez en que me quedaba sin casa porque los dueños del piso en el que vivía habían decidido vender. Tenía un mes para decidir si daba carpetazo a mi vida en Portugal y en consecuencia a la relación que había empezado para irme a pasar el duelo a Madrid y ya veríamos cómo gestionaba lo del trabajo; o para quedarme y batallar con un trabajo que me estaba desangrando, mientras buscaba un piso en el que vivir con mi chico en medio de la selva que es alquilar algo en Lisboa.
Opté por la segunda opción. Básicamente opté por mi pareja, a la que adoro y con la que juntos hemos soñado una vida en Madrid desde que pasó todo aquello. Pero como sabéis después vino la pandemia y justo cuando yo había encontrado un empleo en Lisboa —dejé el trabajo de periodista que me tenía esclavizada— para ir tirando mientras armábamos un plan de vida con la vista puesta en España, empezó la fase coronavirus.
Supongo que en algún momento podremos irnos con trabajo, pero me identifico mucho con los y las emigrantes que dicen sentirse atrapados. Ojalá todo fuera tan simple como comprar el pasaje de vuelta y tener de nuevo una vida montada en nuestras casas. Hay cosas que solo nosotras podemos entender. Es imposible controlar todos los imprevistos del viaje de la emigración.
Si has llegado a leerme hasta aquí y vives lejos de tu país, quiero decirte que no estás sola. Que entiendo tu ansiedad, tu agonía, tu tristeza, tu rabia y tu frustración por todo lo que no puedes cambiar ahora mismo.
No debería dejar fuera de este relato la importancia que ha tenido hacer terapia en los últimos años de mi vida. Así que, si pierdes muchas horas de sueño intentando tomar la decisión más adecuada, viviendo en constantes dilemas de qué hacer y hacia dónde ir, hagas lo que hagas, como diría mi psicóloga: que las decisiones que tomas te lleven a vivir y sobre todo “nótate”.